La semana pasada fui a ver Hannah Arendt, película alemana
absolutamente imprescindible, que explica la teoría de la “banalización del mal”
que la filósofa judío-alemana desarrolló tras asistir en 1961 al juicio de
Adolf Eichman en Tel Aviv.
Os resumo: según Arendt, Eichman, uno de los artífices de “La
Solución Final”, no era especialmente antisemita, ni especialmente retorcido,
ni un enfermo mental. Eichman lo único que quería
era ascender en su carrera profesional y se limitaba a cumplir órdenes
de sus superiores sin pensar en las consecuencias que éstas pudieran acarrear.
Era lo que podríamos llamar un empleado fiel y eficiente…
Pues bien, desde que salí del cine, no he dejado de pensar en
esos empleados fieles y eficientes que “colocaron” preferentes a jubilados y
pequeños ahorradores como si no hubiera un mañana, en esos empleados fieles y
eficientes que firman desahucios un día sí y otro también, en esos empleados
fieles y eficientes cuya labor es justificar los desmanes de sus jefes, en esos
empleados fieles y eficientes que maquillan cuentas para defraudarnos a todos,
en esos empleados fieles y eficientes que se han dedicado a especular durante
los últimos años dejando al lado la más mínima decencia, y en tantos grandes
profesionales (a cualquier cosa se le llama gran profesional) que, en pro de su beneficio personal, jamás se
han parado a pensar en las consecuencias que pueden tener sus actos para miles de personas.
Id a ver Hannah Arendt. Una película que, quizá, sirva para que
empecemos a pensar. Pensar todos los días de nuestra vida antes de tomar cualquier
decisión.
Pensar, pensar y pensar. Porque, ¿de qué sirve ser un
empleado fiel y eficiente o un gran profesional cuando tienes que taparte la
nariz cada vez que te miras al espejo?