En mi clase aprendimos a leer con la cartilla “¡Hala vamos!”. Recuerdo que cada vez que una niña
llegaba a la Z, la Madre Piedad nos hacía ponernos a todas en pie para darle un
aplauso. Todas recibieron su ovación a finales de mayo o primeros de junio. Todas,
salvo una; Mónica Francisca la recibió el mismo día en que nos daban las
vacaciones de verano… pero no había pasado de la G.
Eso sí, llegué a mi casa rebosante de orgullo y gritando por
el pasillo “¡Que me han dado el aplauso! ¡Que me han dado el aplauso! ¡Que me
han dado el aplauso!”
La cara de mi madre y de mis hermanos era todo un poema...
Me valgo de esta anécdota absolutamente verídica para señalar
que, el no haber sido lo que se dice una esponja a la hora de asimilar
conocimientos (a día de hoy sigo sin saber dividir con decimales), no me ha
impedido disfrutar de una autoestima más que aceptable.
Y eso, a pesar de que si me comporto con naturalidad, carezco
de misterio. Si opto por la discreción, soy anodina. Si discuto, soy de natural
histérica. Si rehúyo cualquier confrontación, soy tonta. Si voy a mi bola,
soy una estirada. Si manifiesto la más mínima muestra de afecto, me quiero
casar. Si voy por las claras, impongo. Si intento tirar de mano izquierda, soy un
ser incomprensible. Si me pongo tacones, soy demasiado alta. Si voy plana, los
pantalones no me hacen justicia. Si me tomo dos copas, soy excesiva. Si voy de
coca cola, soy un coñazo. Si me pinto, me echo años encima. Si voy con la cara lavada,
soy cero femenina…
Mira, ¡dejadme ya el alma en paz! O sea,
vosotros no. Hablo así, en general.